El espectáculo debe continuar
- Culturizarte
- 19 ago 2017
- 4 Min. de lectura
Es fácil ser víctima del estrés en Guayaquil con sus autos, buses, motos y gritos por doquier. Parecería imposible encontrar un momento apacible dentro del tránsito que suele congestionarse en las grandes avenidas, un momento en el cual pensar y detenerse en los aspectos positivos de la vida. Pero des de hace algunos años han estado llegando a la ciudad personas que han querido cambiar esa realidad mediante demostraciones de práctica y talento puro. En 60 segundos el arte se apodera del tráfico de la mano de estos artistas procedentes de distintas partes del mundo, quienes se ganan la atención de todas aquellas personas que desean escapar de la monotonía. Y es que el arte es eso, una forma de liberarse, de soltar la imaginación, de inventar nuevos mundos, de ser lo que se sueña. En las esquinas de esta bulliciosa y ajetreada ciudad hay personas, que a pesar de la indiferencia dan toda su energía para llenárselas a otros.
La mayoría son extranjeros, están de paso. Eligen la ciudad por su movimiento, convergencia, recibimiento y su posición geográfica, cerca de la ruta del spondylus. Todo esto hace que la capital económica del Ecuador sea un imán para los artistas. La mayor parte de ellos, escogen lugares amplios y concurridos, muy alejados de las calles céntricas que aún guardan su trazado colonial. Redondeles, bocacalles, avenidas, parques, son los lugares donde es más frecuente encontrarlos. Con poco equipaje e instrumentos se mueven por toda la urbe. En estos últimos años la calle de Las monjas en Urdesa se ha convertido en un lugar estratégico donde suelen concentrarse. En el bocacalle se confunden entre las clavas, fuegos y pelotas.


Algunos de ellos eligen el caer de la noche para explotar su talento, es el caso de Wilmer Martinez, un tragafuegos y pirolúdico que siendo licenciado en comunicación social dejó todo en Caracas para salir y conocer el mundo. Variados son los lugares que ha visitado, lo que ha contribuido a que su acento se irreconocible, la mezcla de cultura, de lugares o de ambiente son factores influyentes. También ha demostrado una vocación polifacética durante sus viajes, incursionando en otras ramas artísticas como la pintura, esculturas, artesanías e incluso artes circenses.
Durante su espectáculo las varas en llamas danzan de forma sincrónica y coordinada, formando dos grandes círculos que impresionan a los incautos peatones y conductores que esperan la luz verde. Termina de manera magistral con un apagón en su boca para posteriormente abrirse paso a su público esquivando los carros, algunos bajan los vidrios para pagar por tan merecido espectáculo. Haciendo una pequeña pausa en su labor, Wilmer nos comenta como ha sido su recorrido como artista y profundiza sobre la visión del artista callejero.
A diferencia de Wilmer, no a todos los artistas de la calle les gusta trabajar de noche, como por ejemplo David, quien reposado y tranquilo después de haber terminado su jornada, mira fijamente a su compañero que lo ha relevado en el semáforo “la concentración es valiosa si se quieres impresionar a las personas” comenta. Aprovecha el descanso para exhibir las pulseras que realiza de forma artesanal y las vende a un precio muy accesible.
Este estudiante de control ambiental en el departamento del Huila, Colombia. Aprendió sus destrezas durante el viaje de más de dieciocho meses por Perú, Bolivia, Chile y Ecuador. Salió de su país como una hoja en blanco, pero considera que regresará con un libro lleno de experiencias, conocimientos y madurez. Se aloja en las periferias de la ciudad, en lugares destinados para artistas trotamundos y por tan solo $ 3 dólares se puede alquilar una habitación, “ la actitud es lo más importante” recalca.
Si bien, ha trabajado en algunos países de la región, no lo ha hecho en su natal Colombia. Muchos de los artistas extranjeros gozan de los mismos derechos culturales que los ecuatorianos conforme al artículo 5 de la Ley orgánica de la cultura, aprobada el 10 de noviembre del 2016.
Manuel Mendoza realiza su presentación con tres clavas blancas que arroja de forma simultánea, mientras caen tira un gran balón, dificultando su equilibrio pero que le da una mayor atracción al espectador. Es custodiado por las luces de los carros que circulan con gran velocidad, las secretarias que salen de sus lugares de trabajo, los últimos vendedores informales, las jóvenes parejas de enamorados, los hombres con traje y un oficial de tránsito que dirige el pesado y caótico tráfico vehicular.
Se enciende la luz verde, se aparta y comienza a contar su historia. Trabaja en la calle todos los días, sobre todo los domingos que son los mejores. Sin embargo, hay ciertos períodos como las fiestas julianas, donde no trabaja porque es temporada de circos. “Ser un artista callejero en Guayaquil era muy solvente” la percepción que tiene es que después del terremoto la gente tiene una energía baja que anda distraída, desanimada y molesta. Extraña las buenas experiencias y comentarios.
“La persona que ven en la calle tiene problemas, también. Hay personas que me esperan, siento que me sacrifico bastante cada vez que me alejo de mi esposa y de mi hija, gasto mucha energía no solo fisica, sino tambien mental y emocional”.
Prefiere una crítica constructiva y una mejor comunicación en vez de la apatía de las personas que le molesta. “No porque ves una persona en la calle es un vago o un drogadicto, es bastante decepcionante la indiferencia de la gente, eso es lo que no me gusta del semáforo”
Indiferencia, emoción, alegría o gratitud, son muchas de las respuestas que reciben estos artistas durante sus espectáculos. Aún s
abiendo que no siempre el publico reaccionara de la manera que ellos quieren, salen diariamente para ganarse la comida. Mucho más allá de esto, han creado una comodidad dentro de la inconformidad que tiene ser un artista callejero, reinventándose ellos mismos, cambiando de ruta constantemente, exponiéndose a la suerte que deparan las aceras pero siempre haciendo lo que más les gusta.
Los amantes del arte creen que Guayaquil, es una isla perdida dentro de un país que irradia cultura a borbotones, que es una ciudad triste, gris y sin alma, que lo único novedoso son su malecón, sus barrios históricos reconstruidos y sus fiestas de postales. Sin embargo, en cada luz roja de un semáforo hay un mundo que pide ser reconocido, que indica que a pesar de todo, el espectáculo debe continuar.


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